
A mi abuelo le salvó la vida. En la década del 20, cuando la mayoría de las familias vivían en el campo, llevando una pobreza digna sin los extremos urbanos actuales de la marginalidad y la hambruna, buena parte de las cosas necesarias para vivir las daba la tierra, en medio de la buena fe y la música tiplera que invadía las montañas. Solo la sal y algunos enseres tenían que ser comprados en pequeños centros poblados que con el tiempo se fueron convirtiendo en las ciudades de hoy, de semáforos, cemento, celulares e Internet y con grietas profundas en el alma de los ciudadanos. Mi abuelo, un campesino con la inercia de los inmigrantes paisas, a punta de trabajo y persistencia había logrado en medio de la colonización antioqueña de comienzos de siglo, emplazar una finca ganadera en el Overo, corregimiento de Bugalagrande. Allí pasaba buena parte de su tiempo, ausente de su familia, pastoreando animales en el día y en la noche sacándole notas imposibles a su fiel guitarra. En un intenso invierno de 1.927, mi abuelo pescó un resfriado que se fue transformando en una complicada enfermedad pulmonar. En cuatro días, mientras sus empleados buscaban afanosamente un ganado perdido, el abuelo, solo, se sintió morir y decidió sin mayor preámbulo buscar su casa en Sevilla, un pueblo oloroso de café y yarumos, recién fundado, donde residía su familia y que se hallaba a por lo menos 40 kilómetros de distancia por caminos irregulares y trochas infames que empeoraban con cada aguacero. Angustiado y con la debilidad de 3 días sin comer, salvo las bebidas preparadas de saúco, Cidrón ,eucalipto y otras yerbas que era la usanza para las enfermedades respiratorias; a la salida del sol, montó en su burro y emprendió una maratónica marcha a paso de tortuga, pensando quien sabe, que nunca iba a llegar. Con los últimos rayos de luz y mientras la noche abrazaba a un centenar de pobladores, llegó mi abuelo moribundo a su casa en Sevilla. Contaba él, agradecido con su burro, que una vez salió del Overo, prácticamente perdió cualquier posibilidad de maniobra y aferrado al cuello del animal logró sostener la marcha. El burro lo guió, lo defendió y lo llevó hasta la puerta de la casa con la facilidad de un taxista de hoy que tiene dirección, teléfono y brújula. Mi abuelo no resistió el embate de la enfermedad, pero murió con la tranquilidad de la compañía de su familia que le calentó el alma. Seguramente el burro aguantó un poco más y debió sentir de veras la ausencia de su amo.
Este mismo burro, además de sus maravillosos dones, como una especie de bicarbonato animal, agregó a sus virtudes el oficio de trazar caminos. Contaban los campesinos veteranos del corregimiento de San Antonio, que en la primera época de colonización, gracias a los burros se lograron marcar los caminos que unían las fincas con las posadas y los pueblos. Interrogados ellos, que hacían cuando en una zona montañosa especifica no habían burros y les urgía trazar caminos, me miraron con una sonriente ironía y en coro me respondieron: “Esperamos encontrar uno y si no lo hay, contratamos un ingeniero”.
PIO- Octubre, 2006.
Autor Ernesto Pino